
Sesgos: de los fantasmas de Bacon a los incontables vicios de la mente humana
Las ciencias del comportamiento llevan décadas nombrando y describiendo sesgos, efectos, aversiones, errores y falacias; la lista parece interminable: ¿será que hacemos todo mal?
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Cuenta una vieja historia de dos hermanas, hijas de un hábil gobernante, que vivían en un palacio en la costa mediterránea. Un día, para sorpresa de todos, comenzaron a pelearse agresivamente por una naranja. Era la última que quedaba en el palacio, y ambas aseguraban necesitarla con urgencia. El padre, enojado por la disputa, intervino de forma salomónica: la cortó en dos y les dio una mitad a cada una. “Asunto resuelto”, pensó. Pero no era tan sencillo como suponía: una quería la cáscara para una torta, la otra deseaba la pulpa para calmar su hambre. Al final, como ya se habían peleado, ambas tiraron la parte que no les servía y nadie quedó conforme.
Este cuento popular español, de autor anónimo, ilustra un patrón humano sorprendentemente común: tendemos a competir incluso cuando colaborar nos beneficiaría más. Es un comportamiento conocido como sesgo a la competencia, con aplicaciones al mundo de los negocios, la geopolítica internacional, y hasta a entender a vecinos de edificio que se pelean en reuniones de consorcio. Es una tendencia humana que nos lleva a tomar malas decisiones sin que nos demos cuenta.
Cada vez que uno conoce alguno de estos comportamientos surge una pregunta natural: ¿otro sesgo más? ¿Cuántos tenemos? ¿Son cien? ¿O quizás mil? Y estas preguntas son razonables: es que las ciencias del comportamiento llevan décadas nombrando y describiendo sesgos, efectos, aversiones, errores y falacias. La lista parece interminable: ¿será que hacemos todo mal?
Aunque el concepto de “sesgos cognitivos” se volvió popular con el boom de la economía del comportamiento a comienzos del siglo XXI, desde mucho antes se intentó hacer una taxonomía de nuestros errores de razonamiento, es decir, de organizar nuestros sesgos cognitivos. El pionero en hacer eso fue el filósofo inglés Francis Bacon, que en 1620 publicó Novum Organum, donde define cuatro tipos de errores, llamados fantasmas de la mente.
Los primeros son los fantasmas de la tribu: conductas comunes a la especie humana. Bacon pone como ejemplo la tendencia a encontrar patrones donde no los hay, algo que hoy se conoce como sesgo de patrón ilusorio. Luego están los fantasmas de la caverna: aquellos ligados a nuestra formación. Un ejemplo actual sería cuando los economistas interpretan todo fenómeno social como un problema económico, lo que también se llama ceguera inducida por la teoría. La tercera familia son los fantasmas del foro, que ocurren cuando usamos el lenguaje de forma imprecisa. El caso más claro es la falacia naturalista, que consiste en creer que todo lo que tiene la palabra “natural” es necesariamente “bueno”. Por último, están los fantasmas del teatro, que provienen de aferrarse a cosmovisiones heredadas a pesar de la evidencia en contra, como ocurre en el sesgo de confirmación.
A pesar del esfuerzo temprano de Bacon, los errores parecen imposibles de organizar. Un estudio reciente propuso que los sesgos se reducen a unas pocas creencias (como “yo soy bueno”, “mi grupo es bueno”, o “mi experiencia representa la realidad”), pero los mismos autores reconocen que su marco teórico no termina de cerrar. De hecho, algunos comportamientos no encajan en ninguna de esas pocas creencias, como el sesgo retrospectivo, por el cual los eventos del mundo nos parecen obvios una vez que ya ocurrieron (“con el diario del lunes”). Era obvio que ese marco teórico no iba a funcionar.
En el extremo opuesto al ordenamiento de Bacon, hay trabajos que estiman que existen más de 300 errores de razonamiento. Pero tampoco parece realista: no todos los sesgos son completamente distintos. Por ejemplo, en el efecto de Dunning-Kruger, creemos ser más hábiles que otros, incluso cuando no lo somos. En otro comportamiento, llamado error fundamental de atribución, explicamos las acciones ajenas por su personalidad (“es un inútil”, “es un irresponsable”) y las nuestras por las circunstancias (“estaba cansado”, “tuve mala suerte”). Por su parte, el sesgo al optimismo nos lleva a sobreestimar nuestras chances de éxito y subestimar los riesgos. Sin embargo, a pesar de tener nombres distintos, todos estos casos tienen algo en común: exageramos nuestras virtudes y minimizamos nuestras fallas. En otras palabras, “nos creemos Gardel”.
Ahora bien, uno podría preguntarse si “creerse Gardel” está necesariamente mal. A nivel colectivo, necesitamos optimistas desenfrenados para que haya emprendedores, soñadores y personas dispuestas a embarcarse en proyectos improbables pero transformadores. Sin esa gente que se anime a soñar, viviríamos en un mundo bastante más gris. Y no solo gana la sociedad. A nivel personal, el optimismo aumenta nuestra autoestima, motiva la perseverancia, nos hace más resilientes y nos da mayor bienestar físico y mental. Si el precio a pagar por todo eso es sobreestimar un poco nuestras chances de éxito, no queda para nada claro que estos sesgos sean, efectivamente, errores.
Por eso prefiero pensar no tanto en términos de sesgos, que implican comparar nuestro comportamiento con modelos racionales (que, dicho sea de paso, son construcciones ficticias), sino en términos de vicios de la mente humana. La Real Academia Española da doce definiciones para la palabra “vicio”, y la quinta es la que mejor captura esta idea: “defecto o exceso que como propiedad o costumbre tienen las personas, o que es común a una colectividad”. Bajo esta definición, uno puede pensar en tres grandes categorías, cada una con al menos una docena de vicios.
La primera son los vicios del pensamiento crítico: creencias y conductas que distorsionan cómo interpretamos el mundo y sacamos conclusiones. Incluye sesgos como el efecto Forer, por el que creemos que descripciones vagas y generales (como los horóscopos) aplican justo a nosotros como individuos. Luego vienen los vicios de la vida en sociedad, como la aversión a la neutralidad en los conflictos: una tendencia que amplifica la polarización porque “todo aquel que no es mi amigo, es mi enemigo”. Por último, están los vicios que nos dejan expuestos a la manipulación, como el sesgo de neurorrealismo, por el cual todo resultado científico que venga acompañado de imágenes cerebrales es percibido como más serio que aquellos que no, incluso si se tratan de meras chantadas.
Hasta acá, en lo que va de la nota, mencioné y definí 16 sesgos distintos. Pero no quiero dejar afuera al que mejor representa este artículo: el sesgo de los sesgos, esa tendencia a ver sesgos por todos lados. Es lo que explica la inflación de sesgos… y suma uno más a la lista. Tal vez, pensar nuestros errores como vicios que engloban errores, sin borrar sus nombres propios ni que pierdan su identidad, sea un buen punto de partida para retomar la ambiciosa tarea que comenzó Bacon hace más de 400 años.
* Director de la Licenciatura en Ciencias del Comportamiento de la Universidad Torcuato Di Tella
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