En el nuevo film dirigido por Adrián Suar, cuatro hermanos se reencuentran y enfrentan un nuevo mundo, en el que han perdido -y ganado- cosas
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Mazel Tov (Argentina/2025). Dirección: Adrián Suar. Guion: Pablo Solarz. Fotografía: Guillermo Nieto. Edición: Alejandro Parysow. Música: Nicolás Sorín. Intérpretes: Adrián Suar, Natalie Pérez, Fernán Mirás, Benjamín Rojas, Lorena Vega, Alberto Ajaca, Rodolfo Ranni, Guillermo Arengo. Duración: 97′. Calificación: apta para todo público. Nuestra opinión: muy buena.
Alguna vez habrá que estudiar el cine que hizo y hace -como productor, actor y director- Adrián Suar. Más allá de su calidad dispar, en general ha producido éxitos. Es, además, de los pocos argentinos que iran sin vergüenza pública el cine estadounidense de gran público (y su tono: ese “medio” en el se combinan el humor y el drama; el “hacer cine con la vida”, como decía de Hollywood Horacio Quiroga). Hace bien: es la fuente de las mejores herramientas para contar cuentos en la pantalla grande. Suar logró combinarlas con el costumbrismo contemporáneo, incluso cuando aborda el policial o la comedia satírica. Incluso si mucho en sus películas “de situaciones”, especialmente en comedias románticas, recuerda su oficio televisivo, en general es cine: captar por el tiempo necesario lo que se quiere comunicar. En la televisión (la que fue) todo es urgencia. Quizás el uso de figuras populares, la interrelación con la pantalla chica, los temas cercanos a la clase media argentina (eso que hoy es casi utopía aspiracional y hace no demasiado era realidad concreta) sean las claves del éxito. Pero es más seguro que sean otras dos: las películas de Suar prometen emociones, risas y llantos y algo de vértigo, y el hombre se esfuerza por cumplir. Le salga bien o mal, no deja de tener cierta nobleza.
Dicho esto, es probable que Mazel Tov sea lo mejor que logró como productor, actor y director (es su segundo intento después de 30 noches con mi ex). No solo porque exuda sinceridad y trabaja dentro de un universo que evidentemente conoce al dedillo (la clase media y media alta de la comunidad judía porteña), sino porque su personaje, ese pibe que se cree piola pero sabemos que está un poco o un mucho a la deriva (siempre “pibe”, más allá de la edad), mira sus defectos de frente y sin pudor. Darío vive en Nueva York; habla por teléfono con un socio sobre un negocio de comida argentina en los EE.UU. mientras prepara una valija. Volverá a la Argentina para el casamiento de su hermana, el nacimiento de su sobrino y el Bat Mitzvah de su sobrina. Y -lo dice y tememos el subrayado- “recomponer vínculos” con su familia. Repentinamente le informan que su padre acaba de morir. El conflicto parece, en los primeros minutos, cómo hacer un casamiento durante el mes de duelo de la familia. Pero la película, hábilmente, va hacia otro lado: efectivamente a entender qué es y para qué sirve una familia.
Ahora bien: incluso si aparece en casi todas las escenas, Darío/Suar es menos el protagonista que el testigo de una historia que incluye a los otros tres hermanos: la sobreprotegida Daniela (Natalie Pérez), el olvidado Guido (Benjamín Rojas), y el mayor, Gabriel (Fernán Mirás). El lector sabrá que, como en toda familia, hay secretos, reproches y rivalidades que tejen la trama y, también, que construyen sobre todo un final que es un principio. Todos viven en un mundo donde hay un poco de todo, desde nuevos maridos -Pablo Fábregas- hasta exesposas -Lorena Vega (de una precisión cómica absoluta en sus tres o cuatro escenas) pasando por la “otra parte” de la familia, la del aristocrático tío que interpreta Rodolfo Ranni.
Darío tiene que reconstruirse en este mundo en el que ha perdido cosas y donde en realidad no ha logrado aquello que ha querido. Y el espectador lo acompaña porque le permite conocer todo un mundo. Dejemos de lado una de las grandes hazañas del guion -unir fluidamente y sin “que se note” un entierro, un casamiento, un Bat, una cena de Kippur y un entierro final. La mayor es que cada personaje tiene un peso propio, un motivo y un sentido, y cada actor, un momento de lucimiento extraordinario. En ese panorama, donde todos están perfectos (hay un monólogo de Rojas que no puede no ablandar al más duro), destaca Mirás: logra hacerse con el centro de gravedad emocional de la película, romper cualquier estereotipo y, contra cualquier apuesta de los primeros minutos, ganarse la simpatía del espectador. Suar director, como uno de esos 10 a lo Bochini, asiste con pelotas precisas a cada miembro del elenco para que hagan golazos. Y al mismo tiempo, se dedica a actuar con sutileza.
¿Quiere comedia? Pues tiene. ¿Quiere llorar? Seguramente le pase. Finalmente, una película es también un acto de comunicación y comunión, un rito compartido por quienes la ven y quienes la hacen. Algo familiar, en el sentido más amplio del término. Y esa familia, se dijo, tiene un sentido: saber que, a pesar de todo, hay alguien a nuestro lado capaz de bailar -aunque sea una vez- con nuestro propio ritmo.
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