Yuri Grigorovich (1927-2025): figura insoslayable del ballet ruso del siglo XX
Coreógrafo excepcional, dirigió con autoridad por más de tres décadas el Teatro Bolshoi hasta el final de la era soviética; Espartaco e Iván el terrible en el centro de una trayectoria de controversias y reconocimientos
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El final de un artista longevo impone una suerte de filtro que relativiza las desavenencias que, en vida, generaron su producción y –no menos importante- su personalidad. En casi un siglo de agitada existencia, Yuri Grigorovich fue un coreógrafo excepcional y, también, un conservador de carácter a veces dictatorial, según opinen sus adeptos o sus detractores. Es una de las síntesis posibles de la trayectoria de este creador ruso-soviético, centrada principalmente en los insoslayables treinta años durante los cuales condujo los destinos del Ballet del Teatro Bolshoi de Moscú (desde 1964 a 1995), ahora que, a los 98 años, ha abandonado este mundo. “Con el fallecimiento de este legendario coreógrafo se va toda una época”, lamentó con cierto laconismo la dirección del Teatro Mariinsky de San Petersburgo.
De todos modos -vale anticiparlo-, en el último tramo de su existencia gozó de una “reivindicación” oficial, un reconocimiento por su extensa trayectoria, a lo largo de la cual sentó los atributos distintivos de toda una era del ballet ruso. Así, en 2017, cuando cumplió los 90, el propio Vladimir Putin lo felicitó por su “larga y brillante carrera, durante la cual –decía- creó verdaderas obras maestras coreográficas, que inscribieron inolvidables páginas en la historia del Bolshoi”. Cabe entrever allí el gesto protocolar de un jefe de Estado, ya que en la “época dorada” de la danza de la URSS, Putin, como cabeza responsable de la temida KGB, nunca mostró disposición para ver ballet. Igual, por su trascendencia, el reconocimiento vale. Pero es demasiado pronto para evaluar esas iniciativas.
Si bien su trabajo y el estilo que fue conformando lo ligan esencialmente a Moscú, Yuri Nikoláievich Grigorovich había nacido en Leningrado (San Petersburgo) el 2 de enero de 1927, en la entonces promisoria primavera de la URSS; comenzó a bailar aún antes de graduarse, en 1946, en la Escuela de Ballet del Kirov (hoy Mariinsky) de Leningrado, el más antiguo instituto de danza ruso, fundado en 1738.
Los inicios
No tardó en abandonar el oficio de bailarín para dedicarse exclusivamente a la labor de coreógrafo, a partir de 1961, si bien en 1957 el mismísimo Ballet del Kirov le había aceptado su Flores de piedra, una pieza juvenil con música de Prokofiev que fue recibida calurosamente.
Aquella obra de 1961 que podría considerarse como el inicio oficial de su carrera profesional fue Leyenda de amor, que dejaba ver sutiles actualizaciones de la escuela compositiva tradicional. Para entonces, el más respetado coreógrafo soviético era Leonid Lavrovsky (1905-1967), quien ostentaba el mérito de haber estrenado en 1938 la primera coreografía de Romeo y Julieta con la partitura de Prokofiev (algunos la habían calificado de “imbailable”) y que contaba con la participación de la inmortal Galina Ulanova, seguramente la más completa bailarina rusa del siglo, que así asumió como la primera Julieta de la historia de la danza en una obra “de programa completo”. Lavrovsky dirigía el Bolshoi, pero las críticas a su conservadurismo lo asediaban.
Su oponente principal era el joven (para entonces, renovador) Yuri Grigorovich, a quien el también conservador director del Teatro Kirov, Konstantin Serguéiev, venía poniéndole obstáculos desde Leningrado. En esa pulseada entre tradicionalistas y renovadores, Lavrovsky perdió la pelea, ya que, en 1964, a los 37 años, Grigorovich asumió como director del Ballet del Bolshoi.
No tardaría en iniciarse su copiosa producción, ya al frente del cuerpo de baile del gran teatro (bolshoi significa “grande”), un reinado que se extendería por tres décadas. Su primer aporte notable como coreógrafo fue nada menos que Espartaco (1968, música de Aram Khachaturian), una obra que no sólo planteaba la rebelión ante la esclavitud y el Imperio Romano (probable alegoría del poder político de entonces) sino que también afirmaba rotundamente el rol y la figura masculina en la danza –un arte tradicionalmente centrado en lo femenino-, a través de vigorosas luchas cuerpo a cuerpo. Para entonces ya había montado sus versiones de clásicos como La Bella durmiente (1965) y El Cascanueces (1966).
A Espartaco (en cuyo estreno Vladimir Vasiliev y Ekaterina Maximova asumieron los roles centrales) le siguieron El lago de los cisnes (1969), Angara (1976, con música de Andrei Eshpai, un compositor de raíces étnicas), su propia versión de Romeo y Julieta (estrenado en la Ópera de París en 1979), La edad de oro (1982, sobre Shostakovich, su último ballet original) y Giselle, en 1986.
Una de las obras más celebradas de ese período fue Iván el Terrible (Prokofiev), de 1975, escénicamente la más ambiciosa del autor y, al mismo tiempo, la más avanzada en cuanto a lenguaje de danza. Estrenada por el insustituible Vasiliev, Iván también encontró un vigoroso intérprete en el tártaro Irek Mukhamedov quien, poco después, abandonaría el Bolshoi seducido por el estilo menos rígido del Royal Ballet.
Controversias y premios
Una “revisión” que causó revuelo fue la de El lago de los cisnes, una puesta en escena que reveló que Grigoróvich no era totalmente libre ni autónomo en su función creadora. Ocurrió que la ministra de Cultura de entonces (1969), Ekaterina Furtseva, famosa por sus apreciaciones superficiales y arbitrarias, exigió al coreógrafo que modificara el trágico final de Odette y Sigfrido: en la versión adulterada, la heroína no muere en la escena final sino que acaba reuniéndose con su príncipe. Esta visión un tanto disneyana de la concepción del siglo XIX de Petipa e Ivanov se mantuvo en el repertorio durante decenios; en 2001 Grigorovich le restituyó el sentido trágico original, pero ya no en el Teatro Bolshoi.
Hay que señalar que, más allá de esa incómoda (y ridícula) intromisión, los líderes soviéticos iraban el arte del coreógrafo y así fue que le concedieron el Premio Lenin por Espartaco y, entre otros, el Premio de Estado por Angara. Él aceptó todas las distinciones, a pesar de que no pertenecía al Partido Comunista, algo raro para aquellos tiempos.
Desplantes y ocasos
A fines de los años ochenta y a principios de los noventa el carácter autócrata de Grigorovich (la revista Der Spiegel había calificado su gestión de “autoritarismo y monopolio creativo”) le acarreó enfrentamientos con la compañía, en especial con algunas de sus figuras prestigiosas. Fue el caso de Maya Plisetskaya, quien abandonó la URSS para recluirse en Munich junto a su esposo, el compositor Rodion Shchedrin (el autor de la versión para ballet de Carmen).
Otro desprendimiento fue el de la pareja de Vasiliev y Maximova, quienes habían encarnado algo así como el mascarón de proa de las coreografías de Grigorovich; cuando en 2019 Vasiliev vino a Buenos Aires a montar su Quijote, contó que los bailarines (un sector reducido del cuerpo de baile) no habían renunciado al Bolshoi ni los habían echado: “Éramos un pequeño grupo de gira –explicó-, pero a cierta altura se nos comunicó que cuando regresáramos a Moscú no nos presentáramos en el teatro porque ya no pertenecíamos a la Compañía”. Así eran los polémicos gestos del (más o menos) todopoderoso director del Ballet del Bolshoi que acaba de partir.
En el ínterin, las giras del Bolshoi con Grigorovich a la cabeza llegaron a varios países de Latinoamérica, incluida la Argentina, donde al menos dos veces se presentaron con el elenco completo (todavía resuenan las ovaciones que, a fines de los años ochenta, celebraron las performances de una de las más grandes bailarinas de la historia del Bolshoi, la refinadísima Ludmila Semeniaka).
Volvamos a Moscú. Grigorovich se mantuvo en el cargo hasta marzo de 1995, cuando el Ministerio de Cultura (no ya de la URSS sino de la Rusia de Boris Yeltsin) evaluó la posibilidad de nombrar nuevo director a Vladimir Vasiliev (ironías de la Historia), ante lo cual el viejo coreógrafo presentó su “dimisión espontánea”. Ningún otro conductor había permanecido tanto tiempo al frente del cuerpo en la historia de la institución, desde la tentativa fecha de fundación del gran teatro, en 1776; en rigor, tuvo varias “refundaciones” y edificios, hasta alcanzar su notoriedad internacional a principios del siglo XX, cuando Moscú fue erigida capital de Rusia.
El coreógrafo, entonces, se instaló en Krasnovar, en la Rusia meridional, y allí, junto a la exbailarina Natalia Bessmertnova, su esposa, creó su propia compañía independiente. No le fue fácil montar algunas de sus piezas favoritas con bailarines egresados de la escuela local, sin la técnica y la experiencia de los grandes intérpretes con los que él estaba acostumbrado a trabajar, capaces de ejecutar sus arduas invenciones. Poco más tarde creó en Irlanda el World Centre for the Performing Arts.
Nostalgias de “la edad de oro”
En febrero de 2008 murió Bessmertnova, la mujer que había acompañado a Grigorovich en el emprendimiento irlandés, y desde Moscú le llegó el ofrecimiento que, a título de “reparación”, sin duda esperaba: asumir un cargo en el Bolshoi como maestro de ballet de la compañía, además de permanecer como coreógrafo residente.
Una de las manifestaciones de su carácter indoblegable fue continuar, hasta edad avanzada, con su actividad profesional, en una institución que él consideraba su casa. Así, entre 2013 y 2018 montó de nuevo sus versiones de algunos clásicos como La Bayadera y probó algún módico aggiornamento de su trazado original de El lago de los cisnes, mientras que en 2017, en ocasión de su 90º cumpleaños, se le concedió el honor de inaugurar la temporada del Bolshoi con un revival de La edad de oro, y –también a título de celebración-, el Ballet del Teatro Mariinsky de San Petersburgo revisitó su juvenil pieza Flores de Piedra. Asimismo, Grigorovich encabezó los jurados del reconocido concurso de ballet de Moscú y del premio internacional Benois de la Danse.
La revaloración internacional más notoria del otrora “dictador” del Gran Teatro se evidenció internacionalmente con un documental de 87 minutos de Denis Sneguirev, Yuri Grigorovich. The Golden Age-L’âge d’Or. The Life and Art of the Bolshoi’s controversial Coreographer (DVD Bel Air classiques, 2017), donde ya desde el título se le asigna el carácter de “edad de oro” a sus años creativos en tiempos de la URSS. También se comercializó la caja Great Ballets from the Bolshoi, editado por Bel Air Classiques, que reúne algunas de sus obras principales, completas.
Así como en aquel cumpleaños de 90 del coreógrafo, hoy en las redes sociales tras la noticia de su fallecimiento, proliferaron manifestaciones de aprecio de étoiles del Ballet del Bolshoi, que representan en buena medida la óptica de las generaciones que no vivieron los arduos años del estalinismo. “Querido, nuestro amado maestro, en este díale deseo salud, alegría y bienestar”, decía entonces con emoción la prima ballerina Svetlana Zakharova. Esta mañana, el primer bailarín Denis Rodkin, de 34 años, escribía en su cuenta de Instagram: “Cada momento de trabajar con él es una experiencia que no tiene precio, una lección sobre el poder del espíritu y devoción infinita al arte. Su obra es un legado eterno que vivirá en el escenario y en los corazones de todos los que lo conocieron y veneraron”.
La partida de Yuri Grigorovich deja a la vista una trayectoria compleja, con títulos que ya integran tal vez para siempre el repertorio del Bolshoi, como los insoslayables Espartaco o Iván el terrible. Con el estilo viril y vigoroso de sus obras (que la cronista rusa Anna Galayda caracterizó como “un arte, sofisticado y al mismo tiempo accesible, la corriente principal de la danza de su país”) queda como el legado emblemático del período soviético y como uno de los sellos del secular ballet ruso.
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