El consagrado pianista argentino radicado en Suiza fue solista invitado de la prestigiosa orquesta en el ciclo del Mozarteum Argentino
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Festival Strings Lucerne (Daniel Dodds, director artístico y concertino) y Nelson Goerner (piano). Programa: Menuet sur le nom d’Haydn, de Maurice Ravel (arreglo para orquesta de cuerdas de Cliff Colnot); Piccolo concerto grosso, op. 87, de Richard Dubugnon; Concierto para piano y orquesta n° 2 en fa menor, op. 21, de Frédéric Chopin; Serenata en do mayor, op. 48, de Piotr Illich Tchaikovsky. Mozarteum Argentino. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: muy bueno.
La pregunta acerca de qué es lo clásico -o mejor dicho: qué es el clasicismo- vertebró la segunda función de la temporada del Mozarteum Argentino, y el programa pareció plegarse tácitamente a la respuesta que daba a esa pregunta el escritor André Gide en un ensayo incluido en el libro Incidences, de 1924. Decía allí Gide: “La obra clásica es fuerte y es bella solo a causa de su romanticismo domesticado”. La reducción a aforismo perjudica la frase y la idea. Lo que Gide quiere decir no es que la domesticación o el sojuzgamiento extingan el romanticismo, sino que lo romántico persiste fiero, insumiso, aunque a raya, y que lo clásico se constituye dialécticamente negando algo y en pugna con aquello que niega.
Gide se refiere en ese ensayo a los pintores y los poetas, pero dos décadas más tarde, en otro libro suyo, Notes sur Chopin, proyectará sobre la música la misma idea. En el aire improvisatorio chopiniano hay ya, por ejemplo, una formación melódica acabada y completa. La versión que Nelson Goerner ofreció del Concierto para piano n° 2, de Chopin, resultó el correlato más perfecto que pueda imaginarse de esa presunción. Goerner, que fue virtualmente el director desde el piano, consumó el ilusionismo de que eso tan propio de Chopin, que parece estar hablando a quien escucha, no fuera nunca supuesto, como si él mismo no supiera qué iba a venir después y la parte solista fuera un descubrimiento sucesivo. Pero era eso, ilusionismo, porque a la vez el arco tuvo una rigurosidad acerada. La perspectiva de Goerner fue estrictamente clásica, se diría casi mozartiana, con un cantabile excepcional, sin nieblas de rubato desmedido ni pululación de manierismos, porque su Chopin no necesita ningún énfasis que venga desde afuera y tiene dentro de sí sus vacilaciones y sus torturas. El enfoque diáfano multiplicó la atención hacia el virtuosismo implacable de Goerner, pero un virtuosismo siempre inteligente, nunca exterior. Estos atributos se prolongaron en los dos Preludios del opus 23, de Rachmaninoff, el vertiginoso n° 7 y el reconcentrado n° 4.
En el inicio se habían escuchado el brevísimo Menuet sur le nom d’Haydn en arreglo para orquesta de cuerdas, y el Piccolo concerto grosso, op. 87, de Richard Dubugnon. La pieza de Dubugnon, compuesta en 2020, sigue a su modo el principio formal barroco del concerto grosso (alternancia y contraste de solistas y tutti) con un motivo insistente que rota por las distintas secciones de las cuerdas, aunque lo hace con cierta ironía muy post, que deriva en un caleidoscopio de citas. La formidable Festival Strings Lucerne defendió la obra con tremenda sensibilidad.
Cuestión de actitud
La frase de Gide sobre el clasicismo entendido como domesticación del romanticismo le gustaba especialmente a Igor Stravinsky, y no es una casualidad que, en su Poética musical, la recuerde a propósito de Tchaikovsky. Según Stravinsky, románticos eran en Tchaikovsky los temas y los impulsos, pero no su actitud hacia la composición. Añadía: “¿Hay algo más satisfactorio para nuestro gusto que el corte de sus frases y lo ordenado de su trabajo?”
Así hay que escuchar la Serenata en do mayor, op. 48, que ya desde la “sonatina” del primer movimiento depara una transparencia clásica (Tchakovsky iraba a Mozart sin reservas) a través de un prisma romántico. Nada se le escapó a la orquesta de Lucerna. Tras la elegancia del vals, la “Elegía” es, con su carácter ruso, el auténtico centro de gravedad, y una muestra además de la pericia del compositor en el tratamiento de las texturas de la orquesta de cuerdas, que sonó esta vez maravillosamente estratificada, como si cada cuerda fuera una voz.
Aun en medio del carácter más bien luctuoso, Tchaikovsky consigue mantener un aire ligero, habitado por un filo de luz. En pasajes así brilló también la orquesta, cuando la luz despunta en un pianissimo sin peso. La magia no se apagó en el encore: el Abendlied, de Robert Schumann.
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