En la pieza que marca el debut de Nicolás Repetto como autor y director, los discursos sobre la finitud y el devenir de un vínculo son dos puntas que no terminan de armar sentido
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Sala de espera. Libro y dirección: Nicolás Repetto. Intérpretes: Pablo Rago, Diego Cremonesi y Barbi Siom. Escenografía e iluminación: Gabriel Caputo. Vestuario: Gabriela Gerdelics. Sonido y música: Nicolás Posse. Coreografía: B. Siom. Asesora creativa: Florencia Raggi. Fotografía y visuales: Gabriel Rocca. Video: Francisco Furgang. Producción general: N. Repetto y Javier Furgang. Sala: Paseo La Plaza (Corrientes 1660). Funciones: miércoles, a las 20. Duración: 65 minutos. Nuestra opinión: regular.
“Me morí, la p*ta madre”, dice Adrián, postrado en la cama de un hospital. Segundos antes, en la pantalla que atraviesa el escenario -y que se abre para darle paso a la escena- se había proyectado el electrocardiograma del paciente hasta el fatídico pitido y la línea recta que señala el final.
Después de reflexionar sobre “por qué a mí” y otras cuestiones de mérito, Adrián (Pablo Rago), con una estampada bata hospitalaria, baja de la cama, se acerca y comienza a contarle al público (no hay mención de algún interlocutor) sobre su vida ya pasada. El espacio está marcado por una línea peatonal blanca que va de un cubo a otro (se usan como asientos o puntos de apoyo), en los extremos del escenario.
En el intento de balance y pleno estreno de su condición de fallecido, cuenta sus preferencias y rechazos. Por ejemplo, nunca tuvo hijos ni mascotas porque “son impredecibles y caros”. Ordenado en su economía (“planilla de Excel con los gastos al final del día”), no manifiesta haber experimentado grandes amores. De pronto, advierte que los recuerdos que ya creía olvidados han regresado a su memoria, excusa para abrir el álbum familiar y presentarnos a sus padres. Después llegará otro recuerdo, el de Ignacio, su mejor amigo que ha muerto dos años antes. Al invocarlo, ante su sorpresa, este personaje aparece: primero detenido y con su voz en off (no se entiende por qué esta decisión del director) y, poco después, sí, “normalizado” movimiento y habla.
Ignacio (Diego Cremonesi), de impecable traje y fría distancia, diserta sobre su postura ante la existencia. Siempre tuvo dinero y se dio todos los gustos, incluida las adicciones (“sartenazos”) que lo llevaron a la muerte. Es individualista como Adrián pero sin reparos culposos, una especie de misántropo nihilista que solo rescata como objetivo la efímera satisfacción personal. Con los dos personajes en escena, todo lo que sigue se centra en la confrontación entre las “dos posturas” sobre lo humano. Pero no se trata de planteos radicales sino de tonos que oscilan entre cierta esperanza y búsqueda de sentido hasta la banalidad y el pesimismo.
Hay un tercer personaje. Una mujer sin nombre, de pelo canoso y vestida con un catsuit negro y tacos altos, que aparece en distintos momentos para bailar, para barrer y para dar algún aviso o entregar una carpeta, algo así como una secretaria de la vieja televisión pero en el limbo postmortem. Es un “minón” para Adrián, que tiene una erección al verla, y “la vieja”, según Ignacio, quien, con más experiencia, dice que en ese lugar cada uno ve lo que quiere ver. Esta misteriosa mujer es interpretada por Barbi Siom, una joven bailarina con miles de seguidores en las redes sociales donde publica contenidos muy ingeniosos: interviene audios viralizados con gestos y coreografías.
No sólo Barbi Siom debuta en un teatro de calle Corrientes. También es primera vez para el popular conductor Nicolas Repetto como autor, director y coproductor de la obra. Si bien hace unos 35 años, actuó y cantó, junto con Susana Traverso en la obra Alta sociedad en el Metropolitan, no continuó ese camino que ahora retoma pero en otros roles, desde abajo del escenario. A fin del año pasado también presentó otro emprendimiento artístico, el de compositor y cantante. A propósito de esto, en Sala de espera se cantan dos temas de su autoría.
A veces acompañados por imágenes -fotos, animación digital- o interrumpidos por la aparición de “la vieja”, la mayor parte del tiempo estos dos personajes se enfrentan con preguntas y respuestas que originan sendos cuasi monólogos que vehiculizan, desdoblados, puntos de vista del autor más que la profundización de los personajes o el desarrollo de un conflicto. Por esto, por un lado, se acerca al stand up: por ejemplo, Adrián enumera los inconvenientes que generan los bebés e Ignacio se refiere a la desaparición, por culpa de la corrección política, de los apodos de antaño como “gorda” o “pelado” (filón del que se ocupa el comediante Pablo Fábregas). Es claro que, a través de Ignacio, Repetto declara su malestar por el temor a ofender a algún colectivo. En cualquier caso, vale como retrato de época más que por su diluido efecto cómico.
Por otro lado, el tête-à-tête entre estos amigos rencontrados en este extraño lugar de tránsito, se emparenta con obras de tesis donde confrontan ideologías o bandos opuestos. Pero no hay tirantez porque es muy débil la diferencia entre ambos. Tampoco se arriesga una teoría sobre cómo sería el camino al otro lado, no se entiende por qué Ignacio estaría todavía en esa “sala de espera” o quién se salva y quién se condena, porque todo, en definitiva, está montado para que estos personajes digan lo que piensan sobre temas.
Despejando estas variables, Sala de espera es una obra sobre la amistad y, en este caso, una que tuvo que transitar la muerte para intentar comprenderse. Lo que queda en tensión es, por un lado, los discursos sobre la vida y la muerte, y, por otro, el devenir de esa gran amistad, dos puntas que no terminan de confluir y armar sentido.
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