Detrás del meme hay un científico y detrás del científico hay un hombre. Pero empecemos por el meme.
El 31 de mayo de 2008, Alberto Kornblihtt habló sobre el aborto en el plenario de la Cámara de Diputados. Daniel Lipovetzky, el héroe blando de Cambiemos, dirigía un debate democrático, casi primermundista. Se intercalaban posiciones a favor y en contra, se permitían preguntas y aplausos. Como al biólogo le sentó bien el fragor de las ideas, el 17 de julio repitió la charla en el Senado. Fue una trampa. Después de cinco horas de espera, salió a un escenario inquisitorio. Sintió que los legisladores pro vida querían refutarlo con preguntas insidiosas. Mientras subía al estrado, anticipaba un disgusto en el paladar.
"La definición de vida en sentido estricto está referida solo a las células", dijo. "Un embrión está formado por células vivas, pero todavía no es un ser humano". Explicó que el concepto de vida humana era arbitrario y escapaba al rigor científico. Que respondía a acuerdos sociales, jurídicos y religiosos. Que abortar no era un crimen. "De lo contrario, se convierte a la mujer en una esclava de su embrión", atizó. "Los genetistas que detectan que el embrión va a nacer con una enfermedad no curable se lavan las manos al no garantizar la opción de la interrupción del embarazo". Fue demasiado para la tucumana Silvia Beatriz Elías de Pérez.
E: O sea que usted está propiciando el uso eugenésico del aborto.
K: No. No es un uso eugenésico, es la voluntad de la madre.
E: Pero está claro que si de pronto detectan que es un niñito con síndrome de Down…
K: No dije síndrome de Down. Dije una enfermedad incurable. ¿Usted cree que el síndrome de Down es una enfermedad?
E: Está bien…
K: No. No está bien; está mal.
E: La pregunta es si usted está recomendando abortos eugenésicos.
K: No, el aborto no se recomienda. Es una opción, nunca se recomienda. Jamás. Yo estaría en contra de que se recomiende. No es nada gratuito ni nada feliz de hacer.
La última frase había sido concluyente, pero la discusión se había abortado en la anteúltima. El "No está bien; está mal" se convirtió en video viral, bomba tuitera y consigna política. Un mes después, Kornblihtt volvió al Congreso –esta vez del lado de afuera– para protestar por la subejecución del presupuesto en ciencia. A pedido de una manifestante, sostuvo un cartel con el dibujo de sí mismo y la frase "¿Está bien ahogar el sistema científico?". El remate estaba servido. Ahora, los –y las– adolescentes lo corren para sacarse selfies.
Cálido, atildado y de modales cosmopolitas, Kornblihtt sigue buscando explicaciones medio año después, en una oficina con vista al Río de la Plata: "A veces, la juventud necesita que alguien creíble le diga: «no, mirá, eso no está bien. Está mal». Sobre todo, cuando se defienden principios que no son creíbles".
¿Cómo relacionás el episodio con la posverdad?
La posverdad es básicamente una mentira. Está íntimamente relacionada con el relativismo cognitivo: la idea de que la realidad es inabordable y todo es un acuerdo intersubjetivo. Pero en el mundo macroscópico hay maneras de acercarse a la realidad y de sacar conclusiones. Los aviones despegan de la tierra todos los días. La teoría de la evolución puede seguir siendo testeada.
¿Las explicaciones mágicas están ganando terreno?
Es una lucha constante. El peligro es mayor en los países más retrógrados y con más influencia de sectores evangelistas: el sur de Estados Unidos, un sector importante de Brasil y por ahí está entrando en Argentina. Los dogmas indemostrables y el pensamiento mágico pueden llegar a sectores grandes del pueblo.

Hace unos años Kornblihtt hizo un chiste nerd frente a sus alumnos. Contó que partenos quería decir "virgen", que la partenogénesis era la formación de un individuo a partir de una célula virgen y que el Partenón era el Templo de las Vírgenes. "Pero bueno, como ustedes saben, ya no hay más vírgenes", remató. En el intervalo se le acercó un alumno ofendido: la Virgen María existía. Kornblihtt le aclaró que no se había referido a ella, que no entraba en su esquema de pensamiento. "No quiero que los ateos y los científicos seamos considerados una estirpe inferior, sin valores éticos, que no distinguen el bien y el mal", dice sobre las arenas movedizas de la actualidad. "Los dogmas religiosos no pueden actuar cuando hay que legislar para todos".
¿El gran problema es la verdad?
No. Es el camino a la verdad. Lo que me fascina de la actividad científica es el itinerario, ir aprendiendo lo que no preveía. En eso se parece al respeto que tengo por la formación comunista. Nunca vi ese ideal como algo que debía alcanzarse ya. Siempre veo los caminos, y voy a caminar por el sendero que coincida con mis valores.

Para reforzar la idea gira la silla, se encara con un monitor gigante, abre un archivo y lee los primeros párrafos de "Tres comunistas", un cuento que le gustaría publicar algún día. El narrador, que es él mismo, cuenta que se afilió a la Federación Juvenil Comunista en 1969 –cuando tenía 14 años– y que la policía lo golpeó y lo detuvo en una comisaría en Avellaneda, después de que un jeep lo interceptara rumbo al congreso de la Confederación Argentina de Estudiantes Secundarios, prohibido por la dictablanda de Alejandro Lanusse. "Mi adhesión al comunismo", escribe, "significó participar de una escuela de vida de la cual no solo no reniego, sino que valoro profundamente".
La posverdad es básicamente una mentira. Está íntimamente relacionada con el relativismo cognitivo: la idea de que la realidad es inabordable y todo es un acuerdo intersubjetivo
De raíces ucranianas, su padre Ernesto era ingeniero civil y amaba las matemáticas. Su madre Rosita enseñaba Geografía. Aunque no fue un niño devorador de libros, el conocimiento científico lo atravesaba como una evidencia. Desde que Ernesto le enseñó a arreglar enchufes, armó circuitos eléctricos, construyó vías, iluminó maquetas con pilas y levantó ciudades a escala. "Los autitos MatchBox eran lo más", sonríe.
A los 16 le pasaron cosas. En cuarto año del Nacional Buenos Aires conoció a una profesora de nombre oportuno, Rosa Guaglianone, que enseñaba Botánica. Lo deslumbró con sus clases, sus prácticas y sus métodos. Daba herramientas, no soluciones. Con rigor y profundidad, lo fue sumergiendo en las preguntas fundamentales de la vida interior: cómo funcionan las células, cómo se dividen, cómo se reproducen. Rosa había develado una pasión.

En los 70, Alberto también se puso de novio con Etel –madre de sus dos hijos– y vio cómo Luis Federico Leloir recibía el Nobel de Química "por su descubrimiento de nucleótidos sacáridos y su papel en la biosíntesis de carbohidratos". Kornblihtt hizo un pronóstico: estudiaría Biología en la Facultad de Exactas de la UBA, trabajaría con el maestro y se perfeccionaría en Inglaterra. Cumplió con todo.
A veces, la juventud necesita que alguien creíble le diga: «no, mirá, eso no está bien. Está mal». Sobre todo, cuando se defienden principios que no son creíbles.
En 1983, mientras cursaba el posdoctorado en Oxford, clonó el gen de la fibronectina (una proteína que ayuda a las células a organizarse en tejidos) y descubrió su splicing alternativo: los cambios en la expresión genética contribuían a la generación de múltiples proteínas a partir de un solo gen. Las mutaciones que afectaban a esas secuencias eran una fuente amplia de enfermedades hereditarias. Con ese campo inexplorado y el reverdecer democrático, en 1984 volvió al país. Creía que hacer investigación y docencia era retribuir lo que la sociedad le había dado con la educación pública.
A los 30 se convirtió en profesor adjunto de Introducción a la Biología Molecular y Celular, y empezó a formar su grupo de investigación. A los 37 ya era titular del Departamento de Fisiología, Biología Molecular y Celular. Después lo bañaron en bronce: Premio Houssay a la trayectoria, Mención de Honor del Senado, Medalla del Bicentenario, Konex de Brillante al científico más destacado de la década 2003-2013. Dice que tuvo suerte: un financiamiento de US$900.000 en nueve años de la Fundación Antorchas y otro por una cifra parecida del Instituto Médico Howard Hughes entre 2002 y 2017. "Si un grupo es bueno y le das más recursos, produce mejor ciencia", sintetiza. Hoy es investigador superior del Conicet y director del Instituto de Fisiología, Biología Molecular y Neurociencias (Ifibyne).

El edificio nuevo del Ifibyne es un cubo de vidrio y concreto entre los pabellones I y II de Ciudad Universitaria. La piedra fundamental se puso en 2011 . Kornblihtt se mudó cuatro años después. Ahora se mueve en silencio y sonriente por el open lab del tercer piso: muebles blancos con estantes sin fondo que separan hileras de escritorios. Luminoso, austero, funcional. A cargo de un equipo de ocho personas, el biólogo gestiona su autoridad con órdenes concisas. Mientras posa para la foto, su becaria más joven dice que trabajar con él es fácil, un aprendizaje permanente: "Por ahí estás trabada en algo chiquito, él ve lo macro y te señala por dónde seguir".
El director y los sucesivos discípulos llevan 30 años usando técnicas de biología molecular (clonado, hibridación, electroforesis), cultivando células de mamíferos y manipulando vegetales para entender cómo funciona el splicing alternativo, con el foco en corregir errores en enfermedades. Pero no se sienten obligados a encontrar una cura. "El compromiso social del científico tiene que ver con aplicar el bagaje de formación, de pensamiento crítico y de práctica a la solidaridad con los sectores más vulnerables", aclara.
En su caso, sin embargo, la urgencia llegó tarde. Hace tres años un grupo de padres se le acercaron para pedirle que investigara la atrofia muscular espinal, una enfermedad genética que llevaba a la pérdida progresiva de fuerza en sus hijos. Sabían que la cura estaba relacionada con el splicing y que él era amigo de Adrián Krainer, el colega uruguayo que había encontrado una terapia crucial pero prohibitiva: una droga que se aplica en inyecciones de US$125.000.

Al principio, Kornblihtt se negó. No quería ilusionarlos. Pero los padres, que representaban a 200 familias, insistieron: "No nos importa que no haya resultados en el corto plazo. Queremos alguien de tu capacidad trabajando sobre esto en Argentina". Así tendrían una voz autorizada para tamizar las noticias y regular las ilusiones. Lo convencieron. Después encontró una pregunta: si podría mejorar la cura abriendo la cromatina (la forma en que se presenta el ADN en el núcleo celular) con una droga más barata y combinarla con el tratamiento ideado por Krainer. Consiguió otro subsidio y sumó dos tesistas. La investigación avanza: ya hay resultados positivos en animales.
Es obvio que el comunismo real fracasó. Pero China es algo muy especial. Hay que sacarse el sombrero
Aunque podría haber estudiado el splicing en cualquier lado, Kornblihtt decidió quedarse. "Este es mi lugar en el mundo", aclara. ¿Cómo se lleva con la idea de que Argentina es un país caníbal? Marxista al fin y al cabo, elige hablar del poder: "Cuando uno mira a un gobierno, lo primero que tiene que preguntarse es a qué sectores beneficia. Los gobiernos de derecha, a los sectores concentrados de la economía, a la actividad agropecuaria y minera, a las grandes empresas. Los de centroizquierda tratan de tener una visión más restrictiva respecto de esa voracidad". Después habla de sus sentimientos: "Nunca me han hecho decir: «este es un país de mierda, me quiero ir», sino «este es un país que me produce mucho dolor, pero en el que me quedo a luchar para que cambie»".
Está entre dos viajes a China: viene de un congreso y en una semana vuela a otro. "Es obvio que el comunismo real fracasó –se ataja–. Pero China es algo muy especial. Hay que sacarse el sombrero". Lo fascina la combinación de desarrollo humano y tecnológico. La última vez coincidió con la semana de vacaciones por el Día Nacional. Entró en la Ciudad Prohibida, el complejo palaciego de Pekín, con millones de personas. Las vio felices. En esa sociedad contradictoria –gobernada por un partido único que defiende principios del marxismo mientras se sumerge en el capitalismo–, Kornblihtt vio creación de modernidad. Y no vio villas ni personas en la calle. Hace un par de años le preguntó a Leonardo Padura si los problemas de Cuba se resolverían pasando de un régimen de partido único a otro multipartidario. "Ni con un partido ni con muchos", respondió el escritor. "El objetivo es que la gente viva bien".

"Lo que voy a decir es muy peligroso", avisa. "Obviamente lucho por la democracia. Pero si a través de una democracia tengo a un fascista como Bolsonaro, voy a hacer todo lo posible para que ese tipo se vaya. La democracia es un instrumento, no un fin en sí mismo".
¿Cuál es el fin?
Que haya mejor distribución de la riqueza. El fin es reconocer que hay contradicciones de clase y no llamarlas "la grieta maldita". La grieta existe porque el interés de un empresario no va a ser el mismo que el de un obrero. La conflictividad forma parte de la lucha de clases. Existe.
Alerta roja en la ciencia
El 31 de mayo, Alberto Kornblihtt ganó las elecciones para ocupar un cargo en el directorio del Conicet. Noventa días después trazó un panorama lapidario: "La devaluación nos lleva a la muerte de la investigación experimental. Es imposible mantener un laboratorio, sumar tesistas y hacer experimentos". A fines de octubre, 1.200 científicos –con el apoyo de 12 premios Nobel– confirmaron el diagnóstico en una carta abierta al presidente Macri: "El sistema de ciencia y tecnología de Argentina está colapsando" por los recortes presupuestarios y las reducciones de personal. Aunque le molesta volver a explicar la importancia de la ciencia recuerda que "de ahí va a salir la mejor comprensión de los aspectos sociales y económicos, pero también la posibilidad de tener más bienestar para el pueblo". Los científicos pueden hacer cloacas, construir edificios y pavimentar calles. Pero también se necesita investigación básica. "Con la tradición de educación pública de nuestro país, esa pulsión es irreprimible", avisa. "No podemos darnos el lujo de cercenarla".
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