En la década de 1940, la familia Otamendi loteó la tierra y vendió los primeros lotes de un sitio ya conocido como Centinela del Mar
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Apenas un puñado de casas, un viento que no cede y un mar que susurra historias antiguas. Centinela del Mar no se deja encontrar fácil: hay que querer llegar. Ubicado entre Miramar y Necochea, este caserío de 56 manzanas frente al Atlántico es un sitio atrapado en el tiempo, donde la memoria de los pueblos originarios se entrelaza con los restos de naufragios y las sombras de un balneario que nunca fue. Hoy, apenas cinco habitantes resisten en este enclave, entre ellos Carlos (65) , quien junto a su esposa Patricia (65) sostiene la única pulpería del lugar, “La Lagartija”.
Carlos no nació en Centinela del Mar, pero lo eligió como destino definitivo. Su historia es la de un hombre que buscó rescatar del olvido los rastros de una comunidad con la cual tiene un arraigo de sangre… Una comunidad que desapareció de los mapas, pero no de la tierra. Guardavidas y profesor de educación física, llegó a Centinela del Mar hace 25 años con la idea de recuperar el legado tehuelche, una tarea que lo llevó a recorrer la Patagonia, a rastrear historias y a redibujar las huellas de ese pueblo.

“Centinela del Mar está marcado por un cementerio de 3000 años de antigüedad”, cuenta Carlos. Se trata del Túmulo de Malacara, una pirámide de dos metros de altura y dieciocho de diámetro que albergaba trece cuerpos en nichos cavados con precisión. En 1912, Carlos Ameghino y Luis María Torres lo localizaron. Los restos de esta reliquia hoy están en el Museo de La Plata.
En charla con LA NACION, Carlos relata la historia de este paraje tan atractivo para familias que desean escapar de la ciudad, como para aventureros y científicos.
-Carlos, ¿qué hace especial a Centinela del Mar y cuál es su historia?
-Bueno, el lugar de Centinela del Mar está marcado por un cementerio de 3.000 años de antigüedad. Allí enterraban a sus muertos los cazadores-recolectores que habitaban la región. Estos grupos eran estacionales: en invierno venían desde la sierra hacia el mar, porque el océano equilibra el frío, y en verano volvían a la zona de las lagunas y el contrafuerte de la sierra. Seguían el rastro del guanaco, su sustento fundamental, y trazaban rutas paralelas a la costa y hacia la sierra, dependiendo de los materiales que necesitaban recolectar: boleadoras, puntas de flecha, morteros. Con el tiempo, la gente se fue asentando en los lugares donde había agua, principalmente en las lagunas, formando campamentos con tolderías. En la época de la Conquista del Desierto, esta zona no fue muy rastreada por las tropas. Le llamaban el ‘pasaje del diablo’ y evitaban acercarse. Eso permitió que muchas familias se refugiaran aquí y vivieran en relativa paz hasta que comenzaron a formarse los primeros pueblos. Algunos de los más antiguos en esta región fueron Boulevard Atlántico y Mar del Sud, entre 1870 y 1890. La gente que había vivido en tolderías comenzó a construir ranchos de adobe.
-¿Cómo afectó la Conquista del Desierto a esta zona?
-Cuando se llevó a cabo la Conquista del Desierto, se repartieron las tierras para abastecer la demanda de carne y campos de cultivo en Europa. Fue un proceso brutal: la llanura fue arrasada. Muchos indígenas fueron capturados, otros asesinados y algunos lograron escapar. En el caso de nuestras familias, algunos terminaron como paisanos empleados de los terratenientes. Sin embargo, encontramos muchas familias que lograron huir al sur, donde todavía había más margen para asentarse antes de que la conquista llegara hasta allá. Más tarde, con la llegada de nuevos pobladores, aparecieron los primeros almaceneros y comerciantes que comenzaron a fundar pueblos. La gente fue perdiendo su idioma y sus costumbres porque para sobrevivir tenían que mezclarse con los recién llegados. Los mismos abuelos contaban que ya no era conveniente hablar su lengua ni mantener los rituales. Mientras en la Patagonia la cultura originaria pudo preservarse mejor por el aislamiento, en la provincia de Buenos Aires el avance de la civilización fue tan rápido que se perdió casi todo rastro.
-¿Cómo, y cuándo, se lotearon estas tierras?
-En la provincia de Buenos Aires, unas 300 familias que llegaron en barco, junto con algunos criollos, colaboraron con la Conquista del Desierto. Lo hicieron aportando recursos como ganado, dinero y hombres. Como recompensa, se quedaron con la mayor parte del territorio, hablamos de millones de hectáreas. La familia Otamendi, una de las primeras terratenientes del lugar, también obtuvo tierras gracias a su vínculo con la milicia. Las tierras despejadas por la campaña militar fueron repartidas entre los conquistadores, y la cantidad de hectáreas que recibían dependía de su rango. Así se consolidaron las grandes estancias de Buenos Aires. Hasta hoy, los descendientes de aquellas familias siguen siendo dueños de vastos territorios en la región. En los años 40, la familia Otamendi loteó esta zona con la idea de hacer un balneario, pero nunca llegó a concretarse. El área de Centinela del Mar está formada por 56 manzanas dentro de un campo de 4000 hectáreas. Se vendieron muchos lotes, pero la mayoría quedaron abandonados. Lo que hoy es Centinela del Mar no es un pueblo en sí, sino un caserío disperso frente al mar.

-¿Por qué se lo llamó Centinela del Mar?
-El nombre tiene una carga simbólica vinculada a la conquista, porque era como un “centinela” que vigilaba la llegada del paisano, del indio, como ellos le decían. Pero cuando nos reorganizamos como comunidad originaria, y conseguimos la habilitación del INAI y de los REPROCI, decidimos resignificar el nombre. Para nosotros, Centinela del Mar representa algo más natural: el guanaco macho que cuida a las hembras. En la Patagonia, el guanaco pega un grito fuerte cuando percibe peligro, alertando a los demás para que huyan. Hace más de 300 años que el guanaco desapareció de esta zona, pero sigue siendo un símbolo fuerte para nosotros. Por eso, en nuestra bandera está representado el guanaco, y así le dimos un nuevo sentido al nombre.
-Volviendo al loteo, ¿se vendieron todas las 56 manzanas?
-No lo sabemos con certeza. Durante los 25 años que llevo acá, he visto a mucha gente venir con los títulos de sus tierras, que pertenecían a sus abuelos o bisabuelos y que no entraron en las sucesiones. Yo los ayudo a ubicarlas en los planos, pero después tienen que hacer los trámites legales para regularizarlas. Se dice que la familia Otamendi aún tiene en su poder unos 200 lotes, pero no sabemos en qué condiciones. El tema de la tierra acá es complejo. Hay personas que están usurpando la costanera y han instalado contenedores frente al mar. Nosotros nos ocupamos de cuidar la reserva natural que comienza en la barranca, pero del loteo en sí no nos metemos. Es un tema complicado.

-¿Las manzanas están alambradas? ¿Están bien delimitadas?
-Algunas sí, otras no. Hubo una época en la que se intentó alambrar, pero eso derivó en una estafa hace unos 15 años. Lo único positivo que dejó fue que se marcó un poco mejor el catastro. Antes había diagonales para moverse entre las casas cuando éramos menos habitantes. Ahora, en los últimos diez años, se han construido alrededor de 20 casas por año. Algunos son casas, otros son contenedores convertidos en viviendas. Pero ninguna está habitada de forma permanente. La mayoría vienen solo en verano, los fines de semana o por unos días. En invierno, esto sigue siendo tan solitario como siempre. Habitantes fijos, somos 5. Aunque con Patricia pasamos 6 meses aquí -de diciembre a mayo-, y seis meses en Miramar.
-¿Hubo algún momento en que Centinela del Mar estuvo cerca de convertirse en el balneario que se pensó?
-Según lo que nos contaron, en las décadas del 50 y 60 había más habitantes, entre 40 y 50 personas. La mayoría trabajaba en estancias cercanas y vivían en casitas de madera. Todavía hoy se pueden ver los cimientos de algunas. Cuando las estancias empezaron a usar maquinaria agrícola, ya no necesitaron tanta mano de obra y la gente se fue. Después, con la muerte de las últimas abuelas que vivieron acá, las 4.000 hectáreas de una de las estancias se dividieron en cuatro y los nuevos propietarios echaron a los puesteros que vivían allí con sus familias. Esos chicos iban a la escuela de Centinela, que funcionaba bien y contaba con maestras, profesores de educación física, docentes de nivel inicial. Pero cuando la gente se fue, la escuela cerró. Ahora, gracias a un convenio con la Fundación Azara, la escuela fue restaurada y se convirtió en un refugio para científicos, con un laboratorio donde se desarrollan expediciones e investigaciones.
-¿Cuándo llegaron Patricia y usted?
-Si yo te pudiera mostrar una foto de cuando llegamos, en 2000, no había prácticamente nada. Nosotros teníamos caballos... Parece una foto del 1810 porque se ven los caballos, los perros y el arroyo que pasaba, y no había prácticamente nada. Hoy en día, si venís, vas a encontrar un montón de construcciones, que de a poquito se van haciendo. Va apareciendo más gente y bueno...

-Hay imágenes de un hotel abandonado. ¿Cuál es su historia?
-El hotel lo construyó un español en la década del 50. Traer los materiales en esa época, con el estado de la ruta de tierra, era un trabajo horrible: llovían dos gotas y no podías ni entrar ni salir. Bueno, se fue haciendo. Primero se terminó la planta baja. Funcionaba muy bien porque era algo en el medio de la nada, no había otra cosa. Luego se hizo la parte de arriba, que nunca se concluyó totalmente. Era un lugar que atraía a mucha gente que venía a descansar, también venían arqueólogos... Después el hotel pasó por varias manos hasta que lo compró un poderoso de acá, lo tapió y lo cerró para siempre. Se llamaba hotel El Castillo. Ese fue su último nombre.
-Carlos, ¿cómo es vivir en Centinela del Mar? ¿Cómo llevan el día a día ahí entre tan pocos vecinos?
-En el día a día te acostumbrás a dormir temprano, cuando baja el sol, y a levantarte muy temprano también. Pero a veces armamos una guitarreada y nos acostamos más tarde. Es una vida “de campo”, digamos.
-¿Tienen agua y electricidad allí?
-El agua es de pozo propio. Nosotros tuvimos que hacer uno nuevo, más profundo, el año pasado, porque con los riegos el agua se agotaba. Ahora tenemos una bomba sumergible y buen caudal. El agua está en buenas condiciones, ya está analizada. En cuanto a la electricidad, estamos en lo que era la antigua usina de Centinela, que rescatamos. Todavía tenemos los motores antiguos, y mostramos cómo generaban electricidad cuatro horas al día hasta la década del ‘70. Luego, cuando el motor se rompió, el pueblo estuvo diez años sin luz hasta que se gestionó la llegada de la electricidad desde una cooperativa de Otamendi. Actualmente, tenemos muchos cortes de luz, porque cuando se activan las bombas de los campos, la luz se corta automáticamente.

Cómo llegar: Hay una manera de llegar a Centinela del Mar, y es a través del camino provincial 033-12, que está unido a la Ruta Provincial 88. Es esencial tener en cuenta que este camino es de tierra.
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