Los gigantes de la tecnología amenazan con crear un orbe tecnopolar
Desde los tratados de Westfalia, la estructura del orden internacional se mantenía inmutable; la ofensiva de los múltiples actores que rivalizan con el Estado definirá los futuros equilibrios geopolíticos de poder
6 minutos de lectura'


El próximo ciclo histórico de la hegemonía mundial no se definirá en los campos de batalla europeos ni en las aguas del Indo-Pacífico. Ni siquiera en el intercambio de misiles estratégicos capaces de pulverizar el 60 por ciento del planeta en 72 minutos, como calculó la experta norteamericana en temas nucleares Annie Jacobsen. El escenario del próximo enfrentamiento supremo será el espacio digital. A pesar de su apariencia apacible, el conflicto en gestación consolidará los equilibrios geopolíticos que comienzan a prevalecer progresivamente en el mundo entre múltiples actores que rivalizan con el poder del Estado.
Desde hace varios años, el politólogo norteamericano Ian Bremmer –especialista en riesgo global– teoriza sobre la pérdida de control de los Estados frente a la creciente influencia que ejercen diversos sectores privados sobre aspectos cruciales de la sociedad civil, la política, los asuntos internacionales y los temas militares, que tradicionalmente eran patrimonio exclusivo del poder central. Ese principio fue definido, casi sacralizado, por los tratados de Westfalia, que consagraron los fundamentos de la geopolítica. Desde entonces, hace casi 400 años, la estructura del orden internacional podía ser descripta como unipolar, bipolar o multipolar, dependiendo de la forma en que operaran las relaciones de fuerza entre las potencias dominantes, cualquiera fuera la forma institucional de sus regímenes de gobierno (monarquías, repúblicas o totalitarismos) y de sus ideologías. En ese esquema, el Estado era –in fine– el depositario del poder político y único autorizado a ejercer las denominadas “actividades regalianas”, es decir, aquellas heredadas del poder irrestricto del monarca: fuerzas de seguridad (policía y fuerzas armadas), justicia y relaciones internacionales, así como el derecho de acuñar moneda.
En las últimas décadas, sin embargo, ese sistema que parecía inmutable comenzó a vacilar con el derrumbe de la URSS y las mutaciones generadas por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC), que se agregaron al impacto que había tenido la cuarta revolución industrial. La principal consecuencia de esa auténtica hecatombe que cayó sobre la sociedad fue el cuestionamiento de ideologías, convicciones, certezas y sistemas de gobernanza que habían encuadrado el funcionamiento del mundo durante casi cuatro siglos.
Sobre los escombros del viejo sistema que nadie vio desplomarse comenzaron a surgir nuevos protagonistas que terminaron por arrebatarle al Estado porciones sustanciales de poder. Un solo ejemplo permite comprender la gravedad de un problema que insinuó la punta de la nariz en 2009 y que en solo 16 años se convirtió en una grave amenaza para las finanzas planetarias. Esos nuevos actores operan, por lo esencial, a partir de la esfera digital y en sectores de alta tecnología, que son –por su complejidad– inaccesibles o inmunes a la regulación gubernamental: las plataformas de internet y las redes sociales, la inteligencia artificial (IA) y la fintech (finanza tecnológica), término que comprende las criptomonedas, los neobancos, las plataformas de pago (como PayPal o Stripe), el crowdfunding (financiación participativa), los roboadvisors (consejeros financieros automatizados) y los préstamos entre particulares (peer to peer lending).
La actual galaxia de criptomonedas y tokens mueve activos por 3 500 billones de dólares, cifra equivalente al PBI total de Gran Bretaña en 2024. Desde el punto de vista político, eso significa que por primera vez en la historia las criptomonedas fueron capaces de prescindir totalmente del control estatal para acuñar un volumen de dinero que representa el total de las reservas actuales de la FED (banco central) de Estados Unidos. Esas operaciones están protegidas por blockchains totalmente invisibles e inaccesibles para los organismos de regulación. Peor aun: los bancos centrales de todo el mundo comerciales buscan canalizar ese flujo de riqueza emitiendo stable coins, “prestigiosos” y seguros, adosados a una divisa fiduciaria (dólar, euro u otra moneda) y cubiertos a 100% por reservas reales.
Ese universo sin control creó lo que Ian Bremmer denomina un “mundo tecnopolar”, término que –además de las grandes potencias– engloba a los colosos de la hightech que han decidido desbordar los límites naturales de sus actividades científicas y comerciales, y utilizar su poder económico como instrumento de penetración para ganar influencia dentro del Estado y empujarlo hacia objetivos que, en forma paralela, persiguen nuevas utopías. Algunos polos de poder tecnológico tienen más poder que la fuerza militar de un país. El caso de Elon Musk es el ejemplo más claro de esa categoría de tecnooligarcas, que ambicionan controlar el Estado para modelar las sociedades occidentales a fin de adaptarlas a la ideología y la moral que abrevan en el ideario libertariano ultraconservador que surgió en los años 1930 en Estados Unidos en torno de Ayn Rand, y que resucitó en los últimos años gracias a Curtis Yarvin, Yoram Hazony y Michael Anton. Pero el personaje más influyente de esos tech bros es sin duda el magnate Peter Thiel, cocreador de PayPal y de Palantir Technologies, financista de numerosos think tanks ultraconservadores y ferviente activista contra las “nuevas ortodoxias académicas del multiculturalismo, la diversidad y (las teorías) políticamente correctas”. Su principio de base es que “libertad y democracia son incompatibles”, como explicó el periodista Max Chafkin, autor de una biografía en la que detalla los alucinantes proyectos de Thiel de colonizar la Luna para instalar un asentamiento de terráqueos transhumanistas decididos a vivir en un “nuevo mundo sin reglas”.
Gracias a su fortuna de 4500 millones de dólares y a su inteligencia, Thiel se convirtió en líder del grupo más influyente del gobierno de Donald Trump, que integran –entre otros– Musk, Bezos, los principales empresarios de Silicon Valley y las estrellas de la inteligencia artificial (IA). Su mayor éxito es haber descubierto las aptitudes de J.D. Vance y potenciar su carrera hasta imponerlo como vicepresidente de Estados Unidos.
Ese grupo mostró que es capaz de torcer el brazo del poder político, como ocurrió cuando Musk, bajo la presión rusa, le retiró a Ucrania el apoyo de la red de satélites Starlink que había prestado a Kiev desde el comienzo del conflicto. ¿Qué pasará si Taiwán es invadido por China, principal mercado de los automóviles Tesla construidos por Musk? En el marco de un futuro escenario de crisis, nada impediría una alianza de los tecno bros para colocar las redes sociales, la IA y las grandes empresas de high tech al servicio de un proyecto político que cuestione la compatibilidad de libertad y democracia. Existen antecedentes inquietantes al respecto, como las manipulaciones realizadas por Cambridge Analytica durante el referéndum del Brexit, las injerencias rusas en países occidentales y, sobre todo, el asalto de las turbas trumpistas al Capitolio, el 6 de enero de 2021, para impedir la certificación formal de la victoria de Joe Biden en la elección presidencial de 2020. Todos los amotinados fueron indultados por Trump y permanecen movilizados para intervenir en caso necesario, algo que podría ocurrir si el Congreso decidiera el impeachement del presidente.
Aunque no se ve en la superficie, numerosos Estados comienzan a inquietarse por la amenaza que presenta la ofensiva de los colosos digitales para controlar los resortes más sensibles del poder mundial.
Especialista en inteligencia económica y periodista
