
Motosierra y abstención electoral, un cóctel preocupante
“Tenemos que saber equilibrar los derechos con los deberes. El primer deber es la obligación del ciudadano de ir a votar. No puede ser que el voto no sea obligatorio”, sentenció el expresidente de Chile, Ricardo Lagos, en una entrevista en octubre de 2019 en la que analizaba el estallido social que se convirtió en un hecho bisagra en la política contemporánea trasandina. Lo que planteaba Lagos estaba relacionado con la alarmante baja participación electoral que venía mostrándose en su país antes de una protesta callejera que nadie pudo predecir. La escasa voluntad de participar de la ciudadanía estaba a la vista de todos. Chile pasó de una participación del 97% de los ciudadanos habilitados en el plebiscito de 1988, que les permitió recuperar la democracia, a un escaso 47% en las elecciones de marzo de 2018 que llevó a Sebastián Piñera al poder. Ese año, menos de siete millones de chilenos eligieron presidente sobre un total de 14 millones habilitados.
En la Argentina se instaló en la agenda pública, como resultado de las elecciones realizadas hasta ahora durante este año, la baja participación electoral como un dato alarmante. A pesar de contar con el voto obligatorio, las provincias promedian menos del 60% de participación, incluso por debajo de las elecciones de 2021, cuando aún existía el miedo, como excusa para no votar, que generaba el contagio por la pandemia. El dato más relevante lo aportó la ciudad de Buenos Aires el domingo pasado, una urbe históricamente politizada, con una población altamente informada y con mucha participación en la conversación pública, al punto que sus elecciones “municipales” se nacionalizaron, pero donde apenas votó el 53% de los ciudadanos habilitados.
Muchos analistas hablan de una desconexión entre la dirigencia política y la sociedad como razón para comprender la caída de la participación cívica, ante un fenómeno que se repite en distintos países del mundo, con sistemas democráticos altamente consolidados y consagrados sin discusión social respecto a su validez. Dato a tener en cuenta: la abstención está sucediendo en países de todos los continentes, desarrollados y emergentes y la participación también cae en el grupo de países con voto obligatorio, allí están al tope México, Grecia y Paraguay, con porcentajes que promedian el 35% de abstención. Un indicador al que la Argentina está superando holgadamente este año, y debe ser el dato más preocupante a tener en cuenta.
La politóloga Ana Iparraguirre señalaba en su cuenta de X, horas después de la elección del domingo: “53,1% de participación. Lo que estamos viendo (videos deep fake incluidos) es tradicional de las derechas populistas en el mundo: crear un caos muy grande que busca deslegitimar las instituciones y aumentar la desconfianza en la democracia y el poder del voto”. El comentario es acertado y podría describir las intenciones del oficialismo. Los libertarios parecen sentirse cómodos lejos de la institucionalidad -por ese tema el martes recibieron un llamado de atención de las empresas estadounidenses que invierten en el país- y prefieren entablar disputas y debates desde las redes sociales, con mentiras e insultos y desprestigiando el mismo sistema institucional. Esto alienta, de alguna manera, la baja participación, porque frente a una oposición atomizada sostenerse como la primera minoría alcanza para ejercer el poder a su antojo. Y para ese cometido le sirve cualquier “puntero” que traiga votos, y por el que nadie garantizaría su fidelidad política. Esto se está viendo en el interior y en el conurbano bonaerense, donde el armado a cargo de Sebastián Pareja, operador de Karina Milei, parece más una colectora del viejo peronismo, con barrabravas incluidos, que una expresión de cambio y libertad.
No podemos soslayar que, en CABA, La Libertad Avanza apenas obtuvo un 30,5% de un 53% del total del padrón, números que le permitieron alcanzar una victoria, pero no arrollar en las urnas y que corresponden a los cómodos cuartos y quintos puestos obtenidos en Santa Fe, San Luis, Jujuy y una discreta participación en Salta (donde ganó la Capital, pero quedó lejos en el resto de la provincia) y un acompañamiento minoritario en el triunfo de la UCR en el Chaco. Sin embargo, el oficialismo transmitió la sensación de que está arrasando electoralmente y que puede ir “por todo”, según el discurso y la euforia que transmitía el domingo a la noche en su búnker electoral con el presidente Milei a la cabeza, donde se proponía “pintar de violeta el país” y arrasar con los “amarillos y los kukas” que fracasaron. Para muchos fue irritante ver que esas amenazas políticas eran aplaudidas por Patricia Bullrich, excandidata a presidente del Pro, y Daniel Scioli, excandidato a presidente del kirchnerismo. Ambos representan un claro ejemplo de porqué la gente no cree en las convicciones de los políticos.
Ahora, si tomamos varios ejemplos de baja participación de votantes en países que luego entraron en crisis sociales y políticas, la pregunta sería: ¿cómo istraría el gobierno una protesta social generalizada que ese “ir por todo” puede despertar? Volvemos al ejemplo de Chile. Allí el gobierno de Sebastián Piñera debió enfrentar una revuelta social que duró meses, disparada por el aumento del boleto del subte unos 30 pesos chilenos, en una sociedad donde los indicadores sociales y económicos serían envidiables para la Argentina de hoy. Chile crecía, con una inflación inexistente y con tasas de desocupación y pobreza de un dígito. Aun así, el caos se desató en la calle. “No fueron 30 pesos, son 30 años” decían los analistas que intentaban interpretar un desborde que ya había sido anunciado justamente por la baja participación en las elecciones que le precedieron. El descontento estaba latente, nadie lo supo leer. El segundo problema se dio porque Piñera tuvo, ante la protesta social, un grave problema: no tenía interlocutores, ni políticos, ni sindicalistas, ni dirigentes sociales podían encarnar a quienes protestaban, ninguno tenía esa representación ganada. Lo mismo podría suceder en la Argentina, con las organizaciones sindicales y sociales absolutamente desprestigiadas y los partidos políticos inmersos en crisis, nadie puede organizar y mucho menos dirigir una protesta, solo grupos minoritarios y aislados, que pueden ser incontrolables. Sin embargo, el gobierno de Javier Milei cuenta con herramientas a favor, la desaceleración de la inflación y la flotación entre bandas del dólar le permite dar la sensación a los sectores medios y altos de recuperar su capacidad de consumo y, paradójicamente, cuenta positivamente con políticas establecidas por lo que ellos llaman “la casta”, es decir la política tradicional que gobernó durante este tiempo, como son la Asignación Universal por Hijo, la Tarjeta Alimentaria y la jubilación con moratorias -ya anulada- que permitió a casi 4 millones de adultos mayores acceder a una pensión. Alguien debería preguntarse cómo se istraría un país en crisis, con 4 de cada 10 argentinos bajo la línea de pobreza sin esas políticas sociales. Sería inmanejable.
Por todo esto, sería un error si el gobierno insiste en abusar de la “motosierra”, que ahora se extiende fuera de lo económico y recorta derechos adquiridos, como el de huelga. La sobreactuación pueden ser peligrosa si alcanza áreas sensibles como los jubilados, el trabajo, la educación y la salud pública.
Aprovechar un escenario político en crisis, donde la falta de representatividad se está convirtiendo en moneda corriente para ganar elecciones con pocos votos, no significa que los que no participen y no elijan, llegado el momento, no estén dispuestos a hacerse oír. Es de esperar que un resultado electoral favorable no maree al gobierno y sepa comprender que el aviso está, que el descontento existe y se hace notar en la poca confianza en la dirigencia política demostrada en la baja participación en las elecciones. Y esto, bajo ningún punto de vista, lo excluye.