Creó una de las marcas más icónicas del país y cuenta el secreto para seguir vigente
Instalada en la Argentina, México y España, lanza una colección junto a un referente del arte pop local
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“Familia” es la palabra recurrente en la charla con Jazmín Chebar. Obviamente, es la primera que usa cuando habla de sus “cuatro espectaculares y amados hombres de la casa”, encabezados por su marido, Santiago Peralta Ramos, y sus hijos Félix (20), Jaime (18) y Simón (16). Pero también la utiliza cuando menciona a su socio desde hace casi tres décadas, Claudio Drescher (ex Caro Cuore y Vitamina), con quien creó un binomio empresario inseparable, ese que llevó la marca bautizada con su nombre y apellido a convertirse en una de las más icónicas del país. También es familia para ella el equipo de diseño que la acompaña y todos los que trabajan en su proyecto. Pasión y confianza, dice, definen ese círculo sagrado. Hija única, rehúye del protagonismo y se define como una “apasionada por el diseño”, algo que heredó de sus padres, Susy y León Chebar, creadores de la legendaria boutique La Clocharde. Su sello, personalísimo, se define por una “sofisticación alegre” que se despliega en las colecciones que copan más de dos decenas de locales en la Argentina y países como España, México o Chile.
Amante de la estética, coleccionista “amateur y por gusto” de arte contemporáneo y buscadora incasable del humor en el vestir, Jazmín acaba de lanzar, también, su primera cápsula en dupla con el referente del pop art argentino, Edgardo Giménez. Una colección que, claramente, funciona como un guiño retro a sus primeros amores en la moda.
–¿De dónde viene tu gusto por el arte?
–Vengo de una casa muy estética, donde siempre hubo arte. Mis padres me llevaban a los museos y aunque a mí no me divertía tanto, mamá me decía: “En la retina del ojo algo te va a quedar”. Tan cierto, que ahora se lo repito a mis hijos. Me gustaban las cosas gráficas, afiches, imágenes que no era necesario que fueran del Louvre. Ahora en mi casa tengo mucha obra que me encanta y hay cuadros por todos lados. Me gusta mucho el arte moderno.
–¿Por qué elegiste a Edgardo Giménez para tu primera colaboración?
–Hay una historia detrás. Hace 15 años fui a la galería Braga Menéndez y me emocioné porque todo lo que veía me gustaba. Fui sin saber de arte, pero me volví loca, porque me gustaron un montón de cosas. Lo primero que vi fue un mono enorme. ¡Justo yo, que soy fan total de los monos! En casa tengo cajas de cerámica, dibujos, todos de bichos y de frutas, así que me pareció espectacular. Por supuesto que no lo compré, porque no me daba el presupuesto, pero me puse a investigar todo sobre el artista, Edgardo Giménez. Y de repente, en arteBA, se expone su serie de las Fancy Monas y nos ponemos a ver su obra: vemos que había muchas otras figuras y cosas más allá de los monos, y ahí todo se empezó a dar. A Edgardo le interesó el proyecto y empezamos hace más de un año. Fue un trabajo enorme imprimir telas afuera, hacer botones especiales, cambiar las etiquetas, intercambiar opiniones. Arrancó todo de cero, pero salía al toque porque su obra tiene el colorido, el humor y muchas cosas de nuestra marca. Fue como hacer una obra de arte en la ropa y tuvo un éxito bestial.
–En un par de años, tu marca va a cumplir tres décadas. ¿Qué cambió en vos?
–Empecé a los 23 años y era una chica divertida y apasionada por lo que estaba haciendo. De inconscientes, abrimos un local con una amiga, donde hice la ropa que tenía ganas de usar. Después llegó mi sociedad con Claudio Drescher, que había sido mi jefe, y se armó la marca. La realidad es que esta Jazmín sigue siendo la misma que fue en ese primer local de República de la India, pero sin la inconsciencia.
–¿Y Jazmín aún viste a Jazmín?
–Sí y no. Yo no tengo un estilo que decís: “Así se viste Jazmín”. Quizás un día me vas a ver con un súper taco y al día siguiente con un zapato de varón, depende del humor que tenga. La ropa te acompaña, pero el estilo sos vos, más allá de lo que te pongas.
–¿Cómo se mantiene la impronta a lo largo de los años?
–Respetando el ADN, pero evolucionando a través del tiempo, yo creo que siempre hay que estar actualizado.
–¿A veces te aburrís de la ropa?
–¡Jamás! Todos los días me levanto y miro moda. Me fascina. Es parte de mi trabajo, pero lo hago por placer. Veo qué salió, qué no salió. Me recontra interesa y me entretiene.
–¿A quién mirás?
–Tengo mi favorita, que es Miuccia Prada. Me parece una genia. Cuando era chica viajaba mucho con mis viejos, que tenían La Clocharde, y me malcriaban bastante. Mamá me compraba la carterita de Miu Miu, pero desde el lugar del producto, de la originalidad o la calidad. También me gustaba mucho Moschino: iba al local de Milán que tenía un corazón y un símbolo de la paz en la puerta y me daban palpitaciones. Hay todo un ADN de Jazmín que tiene mucho que ver con mi adolescencia y mi infancia. Miuccia Prada empezó a surgir cuando yo estaba estudiando en Nueva York [en los 90].
–¿Tu peor equivocación en la moda?
–Una equivocación grosa fue cuando traté de hacer algo que no era Jazmín. Estaba buenísimo, pero no tenía nada que ver con lo que somos. Eran unas prendas marrones muy serias; después, con el tiempo, me di cuenta de que la sofisticación seria no tiene nada que ver con nosotros. Jazmín es sofisticada, pero con humor. No me siento cómoda tomándome la moda en serio, para mí es un juego.
–Tenés tres varones, ¿te gustaría que alguno se involucre con la marca?
–Los tres son extraordinarios. El más grande, Félix, está en otra cosa, pero Jaime está remetido en la moda. Me acompaña a los viajes, le encanta. A Simón, el más chico, creo que también le gusta. En esto yo soy como mis viejos, que nunca me pusieron ninguna presión. De chica, no era Jazmín Chebar, era la hija de León y Susy, los dueños de La Clocharde. Cuando terminé la facultad me respetaron y apoyaron, con la misma generosidad y amor que me dejaron irme a estudiar sola a Nueva York a los 18, en el ‘92. Igual que ellos, lo único que quiero para mis hijos es que sean felices y encuentren algo que los satisfaga.
–¿Alguna vez le preguntaste a tu socio qué vio en vos?
–No sé, yo era muy chica cuando entré en Vitamina y pegamos buena onda de entrada. Cuando decidí irme a poner la marca con mi amiga, él me pidió que no me fuera, ¡y no me habló por dos semanas! Me decía que era muy chica todavía; pero sobreviví. En 1999 nos volvimos a cruzar en un desfile en París. Yo le consultaba sobre mi catálogo o mi logo, y él siempre tan generoso: me ayudó a construirme como diseñadora y empresaria. En 2002 nos convertimos en socios. Somos parecidos en un montón de cosas: nos importa la gente que trabaja con nosotros, le damos valor a la familia y tenemos el mismo humor.
–¿Te dio vértigo darle tu nombre a la marca?
–No me hago mucho cargo de mi nombre, porque sé que nunca me va a llevar a algo bueno estar pegada emocionalmente a eso. Me lo tomo como un trabajo y no como algo personal.